jueves, 29 de marzo de 2012

Las fiestas de Roberto

Esta semana coordina los jueveros, Manuel, y el tema es “Fiestas de mi pueblo”. Ustedes perdonarán que me retrase un día y no escriba mi aportación el  29, pero este día Kabila ha estado cerrada por huelga. A falta de fiestas populares y participativas, en mi pueblo, ahí les dejo una historia de fiestas.

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Las fiestas de Roberto
Recorría la calle Mayor entre latas de refrescos y cervezas, entre papeles y restos de comida. Mientras, algunos todavía trataban de volver a casa con dificultad. Las seis de la mañana es una hora mala para hacer eses.

Roberto, miraba con alegría lo que encontraba, una litrona, unos trozos de pan, colillas. Y es que le gustaba lo que veía. Todo eso le recordaba los momentos felices de la gente. Lo bien que habían pasado los cinco días de fiesta.

Su soledad desaparecía al ver estas escenas. Un grupo de amigos cantando. Un viejo declamando desde una caja de cervezas. Una pareja demostrando su amor, sin vergüenza. Un corro de jóvenes pasándose el pitillo. Era lo que buscaba. 

Se trataba de la cuarta fiesta --el cuarto pueblo-- a la que asistía ese año. Y pensaba seguir. Coleccionar fiestas, para él, era acumular alegría. Hoy estaba solo, pero no siempre había sido así. Recordaba que en su casa, allá a miles de kilómetros, también había fiestas. Distintas, pero con un denominador común: El regocijo; los excesos; el olvido de los malos momentos.

Eso es lo que le hacía ser un tipo extraño para quien le conocía. Se recorría las fiestas. Vivía de eso. Dos años en este país y sólo las fiestas le congraciaban con él. Allí, al otro lado del charco, dejó a su familia. Una mujer que le está esperando, su dulce María, sus padres, que empiezan a hacerse mayores, y sus amigos. Dos años sin verles.

Las fiestas le aportaban lo que no tenía, veía divertirse a todos. Mayores, jóvenes, niños, hombres, mujeres. Y esa diversión la sentía como propia. Y, además, le permitía vivir.
--Si este año consigo trabajar en más fiestas, es posible que pueda traer a María, el año que viene— pensaba.

Y siguió barriendo.

Para deshacerse de la hiel que puede producir este relato melodramático, les dejo un par de vídeos, jugosos, donde dos humoristas, uno de ayer y otro de hoy, hablan de las fiestas.


Y para leer más sobre fiestas de pueblo, pásense ustedes por aquí.

Salud y República

jueves, 22 de marzo de 2012

Los jueveros: Déjà vu

Hoy jueves, toca unirse a los jueveros y cambio de registro. Un grupo de blogueros escribe cada jueves sobre un tema determinado. Un honor unirme a este grupo. El tema sobre el que hay que escribir es el “Déjà vu”. La historia puede ser real o imaginaria. Esta semana lo coordina Carmen Andújar. En su enlace podéis leer todos los relatos de los participantes.
Volver a soñar
Tenía la boca pastosa. Había comido mucho y el sol me apuntaba directamente, el cobijo de la sombrilla había cambiado de lugar. A pleno sol, en la playa y con 35 grados a la sobra, alcé la cabeza y la vi. 
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Morena, paseaba por la playa, pasó entre mi hamaca y la orilla. Su movimiento me deslumbró. Iba tranquila y parecía pensativa. Al pasar a mi altura, torció la cabeza y me saludó con la mano.

Fue un instante, entonces un golpe de ola me despertó. Allí estaba como un cangrejo, rojo de haber soportado un sol de justicia mientras dormía. Al igual que ayer, y que anteayer, no había morena, sólo unos niños jugando al balón.

El verano me hacía feliz, la siesta siempre me llevaba a ese sueño recurrente. Al día que la conocí. ¿La conocí? Ya no sé si ocurrió de verdad, pero lo sentía como real. Durmiendo, volvía a vivirlo. Y cada tarde, en ese sueño repetido, esperaba llegar más lejos, que el sueño se completara, que no despertara tan pronto.

Agosto es el mes que prefiero. Me devuelve a lo que quizá fue y pudo ser. La ilusión vuelve a pesar de ser un sueño. Todos los días, disfruto de esa hora de siesta y la espero con pasión, aunque no consigo progresar. Pero, no desespero. Mientras hay sueño, hay esperanza. 

Salud y República

jueves, 15 de marzo de 2012

Tiempos de cine

Una cita de Mónica me hace cambiar de chip. Hoy, jueves, no les hablaré de política. Me he animado a escribir, por primera vez, con los jueveros. El cine es el tema de la semana. Voy a tratar de contar mi experiencia personal. El cine que viví en mi infancia. Un cine que era un acontecimiento único, allá, a finales de los años cincuenta. Para mí, era algo más que un espectáculo. Fue "el espectáculo" y con él viví, sufrí, reí, lloré y aprendí a ver otros mundos, ni más ni menos. Desde luego, no pretendo que sea un texto con valor literario, sino un documento de memoria personal.


El cine, desde dentro o fuera de la pantalla
 
Una taquilla pequeña, con una taquellera descuidada que te pedía las tres pesetas de la entrada. Ya dentro, al pasar, el olor a un ambientador barato y el ruido al pisar las cáscaras de las pipas, te decían que habías entrado en un universo distinto.
 
Se trataba de salir de un mundo gris, predecible, difícil pero conocido. Y allí estaba el cine, el espectáculo por excelencia. A finales de los años cincuenta, todavía no había televisores en la mayoría de las casas. Sólo la radio, el fútbol y el cine complementaban el ocio en nuestra vida reducida.
 
Los cines de barrio eran grandes, enormes, nada que ver con los minicines actuales.  Echaban dos películas, sesión continua. Se entraba y se salía cuando uno quería. Yo, en mi afán de vivir otro mundo apuraba toda la tarde, llegando a ver las dos películas dos veces.
 
Allí, empezamos a conocer historias, héroes, formas de vida diferente. Eso sí, todo pasado por el crisol de la censura. Ellos no podían permitir que ni el sexo ni la libertad se impusieran al nacional-catolicismo. Besos castos, abrazos amigables, situaciones sociales aceptables. Todo lo demás lo cortaban, tenían que educarnos como "dios manda".
 
Y allí íbamos, con ilusión, en busca de una emoción de niño, para encontrar a nuestros héroes y villanos. Vibrábamos. Y esperábamos con anhelo que llegaran esos momentos de éxtasis, el Séptimo de Caballería para salvarnos de los indios, o un beso de amor --más que verse, se intuía-- que celebraban un reencuentro, o el rescate de la chica por el caballero medieval. Eran los momentos en los que el cine en pie estallaba, aplausos, pataleos, gritos, Había llegado lo esperado: El triunfo de los buenos.
 
Se había alcanzado el paraíso en la tierra. Todo el jaleo suponía un problema para poder disfrutar de la película. Sin embargo, el espectáculo ganaba en espontaneidad, en expresión de sentimientos. Y era un momento "revolucionario", el acomodador con su linterna, trataba de imponer orden, sin conseguirlo, mientras la gente alborotaba y celebraba el éxito con todas sus fuerzas. Al salir, la revuelta había terminado. Eran tiempo de cine.
 
Salud y República