jueves, 15 de marzo de 2012

Tiempos de cine

Una cita de Mónica me hace cambiar de chip. Hoy, jueves, no les hablaré de política. Me he animado a escribir, por primera vez, con los jueveros. El cine es el tema de la semana. Voy a tratar de contar mi experiencia personal. El cine que viví en mi infancia. Un cine que era un acontecimiento único, allá, a finales de los años cincuenta. Para mí, era algo más que un espectáculo. Fue "el espectáculo" y con él viví, sufrí, reí, lloré y aprendí a ver otros mundos, ni más ni menos. Desde luego, no pretendo que sea un texto con valor literario, sino un documento de memoria personal.


El cine, desde dentro o fuera de la pantalla
 
Una taquilla pequeña, con una taquellera descuidada que te pedía las tres pesetas de la entrada. Ya dentro, al pasar, el olor a un ambientador barato y el ruido al pisar las cáscaras de las pipas, te decían que habías entrado en un universo distinto.
 
Se trataba de salir de un mundo gris, predecible, difícil pero conocido. Y allí estaba el cine, el espectáculo por excelencia. A finales de los años cincuenta, todavía no había televisores en la mayoría de las casas. Sólo la radio, el fútbol y el cine complementaban el ocio en nuestra vida reducida.
 
Los cines de barrio eran grandes, enormes, nada que ver con los minicines actuales.  Echaban dos películas, sesión continua. Se entraba y se salía cuando uno quería. Yo, en mi afán de vivir otro mundo apuraba toda la tarde, llegando a ver las dos películas dos veces.
 
Allí, empezamos a conocer historias, héroes, formas de vida diferente. Eso sí, todo pasado por el crisol de la censura. Ellos no podían permitir que ni el sexo ni la libertad se impusieran al nacional-catolicismo. Besos castos, abrazos amigables, situaciones sociales aceptables. Todo lo demás lo cortaban, tenían que educarnos como "dios manda".
 
Y allí íbamos, con ilusión, en busca de una emoción de niño, para encontrar a nuestros héroes y villanos. Vibrábamos. Y esperábamos con anhelo que llegaran esos momentos de éxtasis, el Séptimo de Caballería para salvarnos de los indios, o un beso de amor --más que verse, se intuía-- que celebraban un reencuentro, o el rescate de la chica por el caballero medieval. Eran los momentos en los que el cine en pie estallaba, aplausos, pataleos, gritos, Había llegado lo esperado: El triunfo de los buenos.
 
Se había alcanzado el paraíso en la tierra. Todo el jaleo suponía un problema para poder disfrutar de la película. Sin embargo, el espectáculo ganaba en espontaneidad, en expresión de sentimientos. Y era un momento "revolucionario", el acomodador con su linterna, trataba de imponer orden, sin conseguirlo, mientras la gente alborotaba y celebraba el éxito con todas sus fuerzas. Al salir, la revuelta había terminado. Eran tiempo de cine.
 
Salud y República

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